Desde los inicios de la historia de la humanidad, han existido, en calidad de paradigma o estereotipos, muchas formas de negar la existencia del otro y de la otra. La única idea válida, el único sexo con capacidad de gobernar, la única religión verdadera. Toda vez que desde el poder político se adopta una “Verdad Única”, se menoscaba el derecho de quienes no comparten esa “verdad”.
La discusión sobre el establecimiento del estado laico y el ejercicio de la ciudadanía, ha encontrado fuentes de inspiración en la historia contemporánea de Venezuela. El capítulo más reciente de este debate, lo vivimos en el marco de la aprobación y posterior promulgación de la Ley Orgánica de Educación. Uno de los puntos más álgidos de esta discusión, fue la educación laica. La intención del presente escrito, es recabar un poco las ideas que tengan a bien expresar, para lo cual iniciaré exponiendo las mías.
En primer lugar, considero pertinente señalar que la concepción moderna del Estado (según Dobrée y Bareiro), como figura jurídica, se fundamenta en su condición de ente abstracto que articula las diferentes particularidades que componen la sociedad en condiciones de igualdad frente a la ley. Si bien esta definición no considera las evidentes desigualdades que realmente se producen en las sociedades capitalistas, como principio regulativo crea las condiciones formales para que cualquier grupo marginado pueda intervenir políticamente o realizar alianzas con otros sectores para hacer valer sus derechos. Dentro de este paradigma democrático y republicano, el Estado en sí mismo debe carecer de una ideología particular. Son los sujetos quienes, de modo temporal siempre contingente, lo dotan de contenidos específicos que posteriormente se traducen en políticas públicas dirigidas al conjunto de la población. Esta figura permite que cualquier grupo o sector de la sociedad se encuentre en condiciones de participar en la escena pública en tanto se ajuste a los mecanismos constitucionalmente establecidos para tal fin.
En este sentido, cuando un Estado asume como propia una determinada religión, como sucede con los Estados teocráticos o confesionales, se ponen en riesgo ciertos derechos cívicos de aquellas personas que no profesan el dogma oficial. Esto es lo que sucede en países que, como en Paraguay hasta la reforma constitucional de 1992, se niega la plena ciudadanía a quienes no confiesan la religión del Estado desde el momento que se inhabilita a estos sujetos para ejercer cargos públicos de relevancia como el de la Presidencia de la República.
La confesionalidad de un Estado, por otra parte, contradice el principio de igualdad, propiciando discriminaciones que deben ser erradicadas. Aún cuando se reconozca el derecho a profesar cualquier creencia, la institución de una religión oficial genera un desequilibrio pronunciado en las relaciones de poder que se producen entre sectores de diferentes credos. Por lo general, este tratamiento implica prerrogativas en el pago de impuestos, en la formulación de contenidos educativos y en el ámbito de la participación política.
El Estado laico, es una condición para el ejercicio pleno de la ciudadanía. En tiempos donde las variables culturales son determinantes para constituirnos en ciudadanos y ciudadanas activos, el derecho a elegir en qué creer o no creer resulta fundamental. El concepto de ciudadanía, en tal sentido, se ha ampliado y ya no se restringe a la mera práctica de los derechos cívicos. También se ejerce cuando los individuos pueden elegir y manifestar su propia cultura sin ser discriminados por ello.
La laicidad del Estado garantiza así una superficie de inscripción amplia y abierta para que todos los grupos religiosos puedan profesar sus cultos y difundir sus ideas en un plano de igualdad. Esto supone un concepto del espacio público que se fortalece a medida que aumenta su capacidad para incluir a mayor variedad de sectores. El pluralismo religioso, de esta manera, se convierte en un indicador que permite medir el grado de democratización de una sociedad y de consolidación de sus instituciones.
La institución del Estado laico tiene una estrecha correspondencia con el desarrollo de una educación laica. Ambos conceptos no pueden ser disociados y se fortalecen entre sí. Esta articulación, a su vez, también guarda relación con el concepto de la libertad individual, la cual se desarrolla en dos dimensiones: en la acción y en la formación de la voluntad. Cuando un Estado garantiza la igualdad de oportunidades para que cada ser humano pueda profesar libremente sus convicciones religiosas o pueda no tener creencia alguna, nos encontramos dentro del campo de la libertad de acción. Este es el tipo de libertad que garantiza un Estado laico, donde cada individuo puede practicar su fe sin verse obstaculizado ni tampoco obligado a ello. Mientras que cuando una sociedad genera condiciones para que los sujetos puedan elegir libremente en qué creer o no creer, sin presiones, condicionamientos y con el mayor nivel posible de información, nos encontramos dentro del campo de la libertad para la formación de la voluntad. En este caso, la educación laica es la que garantiza a los sujetos un marco de opciones amplias para elegir su fe sin un canon fijo de preceptos religiosos que los condicionen.
De acuerdo a estos argumentos, el laicismo, como principio que salvaguarda la libertad de la acción humana, debe estar indisolublemente ligado al sistema educativo. Creo firmemente que la enseñanza religiosa o la práctica de cualquier culto no deben incorporarse en la enseñanza pública. En el ámbito de lo privado, nada impide la existencia centros de enseñanza que brinden formación educativa dentro de los criterios de una religión determinada, sea cual sea su denominación, y ello a su vez colabora en el fortalecimiento del pluralismo dentro de una sociedad. Pero muy distinto es cuando se trata de la educación financiada por el Estado, ya que, éste debe ser capaz de articular de modo integrador a todos los sectores sociales, sin privilegiar a ninguno en particular.
La educación pública y laica, entonces, es un espacio de diálogo entre personas diferentes que se reconocen como iguales en cuanto a sus derechos y que, por consiguiente, colabora decisivamente en el establecimiento de las pautas elementales para la convivencia democrática.
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